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El punto más occidental de Sudamérica: Salinas

El viaje lo comenzamos mucho antes de comenzarlo, cuando decidimos ir al punto más norte de Sudamérica, y hasta Punta Gallinas fuimos a parar. Ahora, de viaje por el Pacífico, resultamos recordando la promesa de visitar los 4 puntos "más cardinales". Así que no podíamos irnos de Ecuador sin visitar la Chocolatera, el punto más sobresaliente del occidente.
Resultó, como casi siempre lo hace Latinoamérica, superar nuestras expectativas.
Buscamos un lugar donde pasar la noche, y resultamos negociando un hotel con vista al mar (uno siempre tan de buenas).
Salimos de una vez y entramos a la base militar que ahora resguarda el punto, y nos aseguraron que serían unos 40 minutos caminando hasta llegar al faro.
Vimos entonces a los militares siendo instruidos y supimos que sería mucho más de 40 minutos, pero empezamos a caminar con la esperanza de que no nos cayera encima la noche y con hambre (nos faltaba el almuercito y no habíamos encontrado cajero... cosas que pasan en los viajes).

Esperábamos pacientemente a los carros y les hacíamos señas... hasta que encontramos un carro que se enterneciera de estos cansados viajantes (sí, hay días en los que no quiere caminar el caminante). La mayoría eran carros lujosos que pasaban sin desacelerar. Tres mujeres, madre y dos hijas por fin se detuvieron, que nos subieron en su camionetica ochentera, con todo y las dificultades que les dio abrir una puerta medio oxidada.
Nos dejaron en el faro, se los agradecimos y siguieron su camino, y es que a veces es así. A veces me preguntan que si conozco mucha gente en el camino, y, bueno, uno encuentra mucha gente en el camino, uno ayuda a unos, es ayudado por otros (y ojo, que eso cuenta desde una sonrisa, desde la ubicación, un aventón, un consejo, un apretón de manos, la propina que uno deja, la información que se brinda, la compañía, etc, etc.), pero no se conoce a muchos.
Esto también es lindo porque a veces uno cuenta las relaciones como algo que pasa y perdura, o al menos que tiene un tiempo "considerable", pero viajando aprendí que estos pequeños encuentros conforman una parte importante de la vida, una que también enseña de nuestra naturaleza; de lo bueno y de lo malo.
Y es que me he dado cuenta de que la gente cuando va a viajar sola tiene la esperanza de conocer al hombre/mujer de su vida, o a amigos que va a a conservar para siempre, y sí, de eso se encuentra (no siempre, pero sí a veces), y de esos amigos que se quedaron les iré contando, pero me parece que no se debería desestimar esos encuentros pequeños, que no deberían perder el significado, que deberían ser menos ignorados.
La Lobería
Lo digo porque una vez que vimos el faro queríamos seguir con la Lobería (lobería por los lobos marinos), y empezamos a caminar de nuevo, sabíamos que sería un largo camino, pero una familia que estaba cerca y haciendo el mismo recorrido en una camioneta nos ofreció llevarnos con ellos en el platón. Sin pensarlo nos subimos, divertidos, y entendiendo en toda su expresión lo que significa la brisa del Pacífico.
Agradecimos de nuevo ese pequeño encuentro, intercambiamos bromas, les dijimos de dónde veníamos, y nos despedimos con una sonrisa aunque seguimos caminando juntos hasta ver a los lobos, esos escandalosos y gigantes bigotudos se peleaban por lobas, se empujaban, parecían burlarse de algunos. Nos reímos observándolos, hasta que me fijé que detrás de la piedra estaba un lobo solo. Parecía muy viejo; su color, comparado con el de los más parecía desteñido y se mezclaba con el de las rocas (a ver si logran verlo en la foto). Parecía enfermo y se movía muy poco. Tal vez enfermo se va a morir solo. Hay sitios a los que, definitivamente, seamos de la raza y especie que seamos, vamos solos. 
Nos fuimos un poco cabizbajos, y empezamos a caminar para ir a buscar un cajero y algo de comer. Entonces la camioneta de la familia que nos llevó de nuevo salió a nuestro encuentro. Nos llevarían hasta la salida, y si queríamos, nos llevarían las dos horas y algo más que nos separaban de Guayaquil.
Si no hubiéramos pagado el hotel, le dijimos, de seguro nos iríamos con ellos, y no solo por ahorrar lo del pasaje, sino por alargar ese bonito encuentro.

Nos dejaron casi frente al hotel, y nos desearon una buena ruta. Hoy, de mi cabeza se borraron sus caras y de sus nombres nunca me enteré, pero si hay algo seguro, es que ese pequeño acto de bondad se quedó con nosotros.
Caminamos, preguntamos, nos perdimos... todas esas cosas que se hacen en una ciudad nueva, hasta encontrar un restaurante que se acerque las expectativas en precio y aspecto (uno agradece cuando también le tocan las que van con el sabor, como en esta ocasión).
En la mañana nos iríamos. ¿Qué hay para hacer allá? Me preguntó alguien cuando le dije en donde estaba. Y entonces recordé cuando, unos meses antes, había preguntado qué hacer en Barranquilla (ciudad con la que aún tengo deuda, pues no la conozco), y una mujer hermosa me respondió y me hizo ver que estaba formulando mal la pregunta, o que incluso formular la pregunta era el error mismo, "lo importante es vivir Barranquilla, disfrutar la ciudad". En esta ocasión respondí lo mismo. Ya había ido a lugar al que quería ir, y ahora tenía el tiempo disponible para sentarme en la playa fría (quise meterme al mar pero estaba demasiado frío), así que me senté a disfrutar de las pequeñas cosas que a veces perdemos por "querer hacer".
Las gaviotas estaban buscando desayuno. Algunos otros pájaros pescando, muchos corredores despertando la mañana con sus pies golpeando la arena o el pavimento, muchos adormecidos paseando a sus perros antes de salir a trabajar; un pequeño perro escarbaba con pasión la arena.
Una playa fría en esta época del año, pensaba mientras escribía algunas notas en mi cuaderno. Un lugar hecho para cachacos temerosos del sol pero que disfrutan el va y ven de las olas, un lugar rodeado de jubilados que habían cambiado sus afanes por el despertar marino. Una playa al lado de una base militar gigante que hasta hace algunos años se había apoderado del punto más occidental del sur del continente, y que por disposición del hoy presidente de salida de Ecuador, había sido abierto como lo que era, un punto público, turístico, histórico, al que todo humano tiene derecho a visitar (después de las preguntas a la entrada, por supuesto), en el que los padres les enseñan a sus hijos de manera práctica (de esas que no se olvidan) lo que significa un punto en el mapa, para qué sirve un faro, cómo se ven los bigotes de un león marino fuera del televisor.

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