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Así regresé a la "civilización": Hasta siempre, Ciudad Perdida

La foto que van a ver primero es el techo de la casa del Mamo. Una de las visiones que más se me quedaron en la cabeza.
Los Koguis pueden tener hasta dos esposas si ellas están de acuerdo en que así sea, y cada una tiene su casa. Cuando se van a casar, debe haber un consentimiento mutuo y una guía espiritual. Las mujeres empiezan a tener hijas siendo muy jóvenes, y además de eso, su raza es bastante pequeña y "comeaños", así que es muy difícil predecir la edad de alguno de ellos. Los niños se ven mucho más pequeños que los niños de su edad.
Nos devolvimos muy contentos, aún con las millones de picadas que llevábamos. Ese tiempo congelados escuchando al Mamo, como dice mi compañero, dejamos nuestro sacrificio de sangre, extraído por los zancudos de la región.
Bajar las escaleras y devolvernos por entre el verde, ahora con un sentimiento de paz, se hizo más placentero. Cruzamos el río de vuelta (esta vez me golpeé con una piedra y casi me caigo, afortunadamente fue un casi porque llevaba la cámara conmigo) y nos fuimos hablando con Marrón y Marian. Llegamos a almorzar de afán, el camino seguía. Y fue ahí donde me acordé de mi dedo, que ya se encontraba en malas condiciones. Pero la idea era continuar, y eso hicimos, después de recoger nuestras cosas colgadas (fue tal vez el único día con un clima que nos permitió secar algo de lo que llevábamos empapado). Empecé a cojear en este camino.
El camino de bajada al siguiente campamento fue muy duro por el barro, pero continuamos despacio, disfrutando el paisaje y llegamos con mucha demora al siguiente campamento.
En este campamento ya requerimos de masajes después de la rica comida, y jugamos cartas (aprendí un nuevo juego muy divertido, a propósito y me di cuenta de cuán difícil es entender la explicación de un juego en inglés). Marrón nos reunió para acabar de contarnos de las tradiciones Kogui y de cómo él siguió los rituales necesarios para ser parte de la comunidad, y nos mostró cómo las mujeres hacen las mochilas partiendo de una planta (realizó para nosotros todo el procedimiento hasta llegar a la cuerda).
Un indígena bastante ebrio, al que yo no le ponía más de 17 estuvo todo el tiempo acosándonos (debía tener más de 18 porque tenía un Poporo bastante crecido). A uno y otro pedía cerveza, "a mí gusta cerveza", decía, y revisaba las latas para ver si de casualidad quedaba algún sorbo. Le pedía dinero prestado a Marrón, nos insinuaba que le compráramos una "una sola". Y aunque yo me reía, luego me dio tristeza ver cómo la mezcla de culturas puede traer males a una comunidad.
Después de varias horas del radio con vallenatos y corridas del indígena, de sus conversaciones a
 veces sin sentido, de sus intentos por aprender inglés, Marrón le dio un ultimatúm: "una y te vas", le ofreció tu tan anhelada cerveza, y el juró en su palabra de borracho: "y te vas", y se fue, feliz, se perdió entre la oscuridad y el camino que él muy bien debe conocer.
Nos quedamos los tres, a la luz de una vela, hablando con Marrón después de que los holandeses se fueran a dormir, y entonces, cuando nuestro guía fue a lavarse los dientes nos pidió luz y mucho cuidado. Una de las serpientes más peligrosas de la región estaba rondando el baño. Marrón la mató de inmediato, y de una vez se desataron varias historias en las que las
personas que tenía a cargo habían sufrido accidentes. Hasta ese momento no había comprendido a cabalidad lo que significaba ser guía de un grupo y estar a cargo de la vida de quienes van en la ruta.
Nos despertamos para continuar el último tramo de camino, y yo ya no estaba segura de si podría lograrlo. Entonces nos dijeron que desde el último campamento había la posibilidad de tomar una moto, Marian y yo de inmediato consideramos la opción. Pero luego, en el camino, aún bastante coja del pie pensaba y llegué a la conclusión, había llegado caminando, me iría caminando. Y otra vez decidí seguir el pasito lento pero seguro. En el camino de vuelta encontramos a unos niños indígenas que en el camino anterior nos habían pedido dulces y esta vez les di lo que llevaba. Me pidieron cambiar una toalla por un collar, y quise hacerlo, pero después del trajín me daba vergüenza entregar mi toalla húmeda y sucia, así que solo me despedí con la sonrisa de los niños que me dio energía como para una hora de caminata.
Llegamos a eso de las 10 al campamento, nuestros compañeros ya habían tomado onces y estaban partiendo. Así que descansamos un poco, mandamos las maletas en una moto y continuamos el camino. Marian tomó la moto, así que salieron un poco después de nosotros.
Por un rato largo nos acompañó el otro guía, el guajiro, Bruno. Un hombre hablador, pero creo que nunca antes había sido tan bienvenido. Sus historias, su manera de pensar de actuar, las aventuras que tuvo encarcelado en Miami (donde aprendió inglés, lo que hoy lo pone en muy buena posición como guía), de sus mujeres, de cómo conquistar y engañar mujeres, lejos de enojarme, me hizo reír (me ayudó a comprender que todos tenemos un poco de todo en nuestro interior y que no soy nadie para juzgar).
Yo iba lento, en medio del calor fuerte de la cercanía del medio día. Mi compañero siempre me animó, me esperó con paciencia, tomó la delantera cuando necesitaba un "empujoncito". Y en un momento me senté, además del dedo me dolía el pie y las rodillas. Me senté a descansar y entonces empecé a ponerle nombres a los lugares
que recordaba haber recorrido de vuelta, iba desde puerto desesperación, colina del terror, hasta villa esperanza.
Mi compañero tomó una foto de esa energía de último momento, de esos últimos momentos duros que pasé en el camino, la última resolución que llevó al final.
Llegamos a Machete Pelado con una hora de diferencia de los demás del grupo, y cuando nos vieron llegar aplaudieron. Yo me sentí un poco mal, pero sé que lo hicieron de buena onda. Luego me quite los zapatos y traté de almorzar. Algo algo logré, pero después de caminar no había hambre.
Nos recogió al carro y volvimos a la civilización (obvio, después de parar por heladito en la tienda del principio).
Empezaron a llegar los mensajes acumulados de 4 días. Yo mandé fotos emocionada, ¿podré alguna vez transmitir al menos un poquito de lo mucho que viví? ¿De lo mucho que aprendí y sentí?
Caminamos por la ciudad de Santa Marta, sucios, cansados, buscando un hostal cómodo que recibiera a dos viajeros recién llegados de Ciudad Perdida (es decir, que no nos cortara la magia tan fuerte), y lo encontramos. "La casa del escritor" cayó como anillo al dedo. Un espectáculo de lugar con un cordón rojo que atraviesa de lado a lado el Hostal. Con una noche para recuperarse en este lugar, de seguro no se corta la fantasía tan rápido.

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