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Un paraíso

Tomamos un carro que nos llevó hasta Riohacha, en donde hicimos una parada obligatoria en la plaza
de mercado. Como en cualquier lugar de Colombia, el mercado está lleno de gente, de carros, de ruido. La plaza de mercado del lugar define mucho de la idiosincrasia. La gente del común, los negociantes, la comida, la fruta que se da, etc, etc.
 Desayunamos dentro del sitio, en un puesto que estaba muy bien montado con ollas, fogones, mujeres de caderas grandes picando cebolla, preparando pescado, todas muy activas y rápidas. La que parecía la dueña del lugar, la mayor, nos dio el menú: salpicón de pescado, sopa de bocachico y carne en bistec (me fui por el último
y no me arrepentí en lo absoluto). El puesto del lado nos proporcionó jugo de zapote (que no es la misma fruta conocida en el interior) y fue un desayuno poco usual, pero delicioso, que nos permitió partir con fuercitas, buscar el sitio de carros de transporte a Uribia en medio de tanto calor. El precio del pasaje es de $15000 y no hay descuentos y está bastante bien, porque los carros son buenos y tienen aire acondicionado, que aunque a mí no me gusta, a esas alturas del partido ya lo estaba agradeciendo. El precio del pasaje varía con el de la gasolina.
Uribia, la capital indígena de Colombia, parece más bien un lugar de paso, me parece todavía increíble que haya gente viviendo en un sitio tan caliente. A quince minutos está Manaure, por donde no pasamos debido a un paro de obreros de las minas.
Es necesario pasar por Uribia para ir a el Cabo, tienen extensa venta de gasolina en las calles que traen de Venezuela y resulta bastante más económica.
Apenas bajamos del carro, nos rodearon más de diez vendedores ofreciéndonos sus carros para ir a el Cabo, tuvimos que recuperar las maletas de varios que ya las iban a subir a sus caminonetas. Les advertimos que quien nos llevara tendría que esperar mientras dábamos una pequeña vuelta por el centro, y mientras comíamos algo.
Uno de los vendedores aceptó el trato, dejando el pasaje a 12000 (un descuento de tres mil pesos). Es posible negociar, pero los únicos que bajan el precio son los carros muy grandes y viejos.
Pasamos por el centro, la iglesia (debe ser herencia de mi mamá, siempre me gusta ver las iglesias de los sitios a donde voy), y luego paramos a desayunar en la única panadería que vimos. Cuando íbamos de vuelta, fue aquí, en Uribia, donde compré una botella de chicha por mil pesos (la chicha de este lugar no es fermentada y está hecha a base de maíz), y me arrepentí de no haber comprado varias más, es deliciosa.
En la mitad del desayuno llegaron a recogernos, nos estaban esperando para arrancar. El carro era uno de los más grandes llevando pasajeros, tablas, colchones, cajas, maletas y una cantidad considerable de extranjeros sudando y
acomodados como sardinas enlatadas. Me dio claustrofobia nada más de imaginarme entre tanta gente en un lugar tan estrecho por dos horas y media (que se convertirían en mucho más), pero en este viaje teníamos angelito, y el que nos vendió el pasaje nos dijo que íbamos adelante, lo cual para nosotros, era la primera clase.
Resultamos viajando tres en la parte de adelante, cuatro con el conductor. El otro personaje se apoderó de la ventana, pero no nos molestó, era un anciano Wayuu con un bastón y un brazo lastimado, que hablaba una mezcla de español y su lengua. A él lo vinimos a conocer un poco
después cuando (como era de esperarse en estas
carreteras tan secas y desérticas, siendo llevados por un carro que cargaba varias veces su peso) se pinchó el carro.
Salimos, a diferencia de los que iban atrás y tuvieron que quedarse encerrados. Quedamos cerca de los rieles del tren y no me puedo quejar de la hermosa vista que disfrutamos por algunos minutos. Hablamos con el wayuu para informarle de nuestro recorrido, de los precios que manejamos los del interior y le dimos agua a los cinco que despinchaban (no para que tomaran, sino para las llantas).
Después de varias horas de un largo recorrido,
llegamos al cabo, una extensión gigante de arena con pequeñas rancherías, y tuvimos la suerte (digo yo), de conocer muchos lugares, pues queríamos ir hasta el lugar más apartado la Ranchería Utta, que queda como a veinte minutos del pueblo.
Nuestro vendedor nos dijo que era mejor que nos quedáramos en los Caracoles, pues era mucho más cercano y más barato. Era un lugar realmente bonito. Todas las hamacas (a $10000) y chinchorros (a $15000) estaban en un segundo piso y el mar estaba a solo unos pasos. La mayoría de los hospedados eran extranjeros. También ofrecian habitaciones por $30000 con aire acondicionado en las horas en las que hay luz (porque la energía no la tienen constante, sino tres veces al día). Consideramos la opción, pero decidimos ir hasta el final, a conocer la recomendación que me habían hecho... y bueno, ya les contaré por qué nos quedamos.
Lo importante, por ahora, es que entendí que un paraíso no es exactamente lo que nos venden en la televisión del bar abierto, de la perfección. Es esa belleza impasible a pesar de las duras condiciones.

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