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El jardín olvidado

Almorcé despacito a la orilla del Magdalena, protegida por la sombra de un gran árbol que dejó caer
algunos retazos de piel de iguana sobre la mesa. Y aunque mis sentidos estaban pendientes de ver una de ellas, seguramente andaban burlándose de mi poca agudeza para comprobar su existencia. Al menos varios pájaros se hicieron visibles inflando sus buches para tomar aire y cantar más fuerte, o simplemente orgullosos de ser observados. También algunos de ellos se acercaban más a una caseta flotante que usan los niños para tirarse al agua, para mojar sus vacaciones.
Desprovistos de cualquier traba mental sobre los peligros del río, y armados con los más rústicos icopores, llegó un grupo de muchachos en plena adolescencia, con el acuerdo de calentar con lagartijas, y una suerte de maniobras entre las sillas de la casetica. El agua del Magdalena parecía muy tranquila y plan, lista para recibirlos.

Cuando acordaron que ya era suficiente decidieron entre ellos quién iría primero, y dos valientes se lanzaron en un perfecto clavado. La corriente invisible los arrastró varios metros en tan solo unos segundos, y ellos, ya diestros en la natación del río, se fueron acercando cada vez más a la orilla. Los perdí de vista. (El siguiente día encontré la escalera por la seguramente subieron). En medio del calor que intentaba espantar agitando el sombrero los envidié, no tanto por divertirse (aunque sí un poco), no tanto por refrescarse en un día que superaba los 38 grados (aunque por supuesto sí por esto), sino porque ellos tenían el valor que yo no, de tirarse
en un río revuelto y cargado con la arbitrariedad de tantas personas,empresas y gobierno, cuento las formas, las maneras de contaminación y lo extraño que me vería lanzándome al agua con ellos y no hago, infortunadamente.
Abandoné el resguardo del árbol y caminé calles típicas del Coronel no tiene quien le escriba. El polvo se me pegaba en las sandalias, pero todo permanecía en una paz especial y un silencio típico de un partido de Colombia-Venezuela donde todos están encerrados frente al televisor. Lo único que no preví fue el hecho de perderme en las calles de este Macondo de post-hojarasca. De milagro encontré a una mujer suelta por las
calles que me se animó a decirme por donde quedaba el Jardín Botánico de la ciudad. Pregunta por "nesto", ¿Nestor?, me pregunté, pero no le dije nada a ella, porque mi oído igual no hubiera entendido. (Fue una ventaja durante todo el viaje que me creyeran extranjera pues me hablaban despacito).
En un portón algo corroído toqué cinco veces, ya perdiendo la esperanza de que me abrieran. Por fin el portón metálico chilló y cacareó mientras un hombre sin camisa me indicaba que siguiera, ¿Nelson?, pregunté, y el señor asintió y me guió entre varias plantas.
Un hombre que ya pasó los setenta años me ofreció la mano para saludarme y muy despacito,moviendo las manos, me preguntó si venía con el francés, y ahí vi al europeo en pantaloneta y una Nikon que le envidié de inmediato. Le respondí que no."¿De dónde viene?", preguntó, "de Bogotá", respondí. "Pero ¿de dónde es?", "De Bogotá". "¿Y sus papás?", "De Santander", "Pero alguien tiene que venir del oriente, de Taiwan", me reí. Siempre hay la posibilidad de ser
adoptado, le dije. Se presentó como Ernesto y empezó a hacer un recorrido por el jardín botánico, a lo que ha dedicado toda su vida. Con tristeza me contó que sus sobrinos están tratando de vender el predio, y con ello se perderían las más de mil especies de todo el mundo que crecen en su Jardín. Si tengo la buena suerte de que alguien involucrado en temas de turismo o patrimonio lea el blog, agradecería pudieran darle una mano a don Ernesto, quien hace su trabajo, un recorrido fantástico y ni siquiera cobra, recibe la colaboración de los escasos visitantes.
Las plantas que tiene Ernesto en su jardín tienen orígenes en los lugares más increíbles; esta
palmera es de África, esta planta de japón, esta otra me la enviaron de Australia. Y no creo que solo sea la tierra mágica de Mompox, la energía de este hombre también debe ser una influencia gigante para ver crecer tanta diversidad de vegetación. Me enseñó a oler algunas plantas, y me mostró el tipo de plantas alucinógenas que también permite crecer porque para él no hay plantas malas sino mal utilizadas.
En el jardín también crecía una cantidad impresionante de Noni, y, cómo es la vida, tanta gente que le ve usos medicinales, y él tratando de extinguir esta planta que se come los nutrientes de las demás y crece como maleza.
Me fijé que el piso estaba lleno de mamoncillos, y cuando subí la mirada me alegró ver tantos frutos. Comencé a comer, obviamente, mientras Ernesto nos contaba que eran los favoritos de la familia de monos que vivía ahí. "Yo no los
traje, ellos llegaron y se quedaron. Lo mismo me pasa con las iguanas blancas". Ansiosa estaba yo, mirando si los veía en alguna rama, y de pronto llegaron ellos, uno tras otro, haciendo equilibrio en los cables de la luz, llegando a su casa para terminar el día.
Después de recibirle unas peras rosadas a nuestro guía, me fui yo también, agradeciéndole por ser constante con su sueño, por no rendirse y ser inspiración para mí. Después de todo, hacen falta ejemplos para armarse de valor, para no sentirse solo.
Ernesto se espantó un par de zancudos que ya no creo que le piquen, y yo me retiré sabiendo que la peor idea que se me pudo haber ocurrido fue la de ir a un sitio con tanto bicho en falda. Las piernas serían un constante recordatorio los siguientes días.

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