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Mompox es amarillo

 De las cosas que más admiro de Gabo es el color en sus obras. No estoy segura de si es solo mi percepción pero hagamos el ejercicio. Si le preguntaran de qué color es El Amor en los Tiempos del Cólera, apuesto a que responden que es amarilla, pero no creo que es solo la asociación de la edición clásica de pasta amarilla, es la enfermedad, la bandera, es el amor cargado de ilusiones frustradas. 
Pero esa novela, mi favorita, no es lo único amarillo en la obra de Gabo y los ejemplos son claros; las mariposas de Mauricio Babilonia, los pescaditos de oro, el ambiente caliente y el sol clavado en la mitad del cielo, los atardeceres, las luces, las lámparas. 
Hasta pisar Mompox, la tierra más amarilla que conozco, no sabía que había tanto amarillo. No dudo que en su paso por esta tierra el color se le quedara impregnado en las letras para siempre. Mi recorrido en Mompox estuvo plagado de estas maravillosas mariposas, estaban en cualquier lado, me seguían, como si se me salieran del estómago (porque las mariposas de mi estómago son amarillas), los días se veían amarillos, el centro colonial estaba plagado de casas en amarillo, la parte casi rural del pueblo estaba cubierta de polvo amarillo, las iglesias eran amarillas, las luces de los faroles en la noche
eran amarillas y se regaban por el "malecón" como indicándole al Magdalena el camino que debía seguir en la noche. Es Mompox tan amarillo que me contagió y seguro se me pegó en la piel, (varias veces me preguntaron si era de china, de Japón, de Taiwan).
Una de las primeras cosas que pregunté al llegar a Mompox fue de la filigrana, quería conocer un taller. El taller y joyería más grande y conocido se llama Filimompox. Fue el primero que visité, pero parecía que el dueño estaba teniendo un mal día, así que no me quedé mucho, pero sí admiré el trabajo manual. Al siguiente día descubrí a
algunos artesanos que venden en la calle su producción y me quedé hablando con un señor bastante mayor que me preguntaba de qué país venía, hablándome despacio y expresándose con las manos. Bogotá, le digo, y tuve que enfrentar su cara de desilusión, lo consolé diciéndole que al menos era un  poco más oriental que él.
Debido a que fui el fin de semana del día del padre, parecía que ningún taller trabajaba.
Por recomendación de mi amiga, llegué a la hermosa joyería Sam a eso de las once de la mañana. Luego de observar el trabajo le pregunté si había alguien en el taller para ver el proceso y me dijo que no, que su gente solo trabajaba hasta las doce ese día. ¡Estoy a tiempo!, le dije como desconociendo la tierra donde tomo se "toma suave". Ya no debe haber nadie en el taller, me dijo, y nos reímos. Me dio el privilegio de observar mucho más de cerca las creaciones con las que Aureliano Buendía se entretenía. 
Claro que son los mismos de los de Cien Años de Soledad,
me dijo cuando le pregunté si lo creía, "si el otro lugar en donde lo hacían queda en Arabia y no del todo a mano".
Jugué con el pez, sorprendida de la maestría con la que los construyen, del movimiento de las piezas, del diseño, de la textura trabajada en cada capa. Tengo que volver a comprar uno, le dije y le agradecí el privilegio de compartirme su trabajo.
Caminé buscando alguna iglesia abierta, feliz de mi visita a Macondo, preguntándome si este hombre sería descendiente de Petra Cotes, me la recordó su risa (como si la conociera, y bueno, es
que sí la conozco).
La iglesia de San Agustín celebraba con concierto a los padres, y los niños voltearon a mirar cuando entré. Yo les sonreí y ellos sonrieron de vuelta, con esa sonrisa confiada y tímida. Uno de los niños dejó de mirarme y concentró su mirada en una puerta a medio cerrar. Su curiosidad se hizo mía, y me escabullí por ella cuando nadie, creo, me estaba mirando. La sorpresa fue gigante cuando me encontré en la casa de los Buendía, y es que si no es así, no sé cómo es.
Un convento, me enteré cuando traspasé la puerta, y me alegré de que no hubiera nadie por ahí, me alegré de poder
disfrutar a mis anchas mientras los personajes salían de mi cabeza paseándose: Ursula llevando comida, los niños siguiéndola, y entonces José Arcadio se sentó para siempre en el patio debajo de un árbol a pasar el calor (este era de tamarindo). Esta vez no lo van a amarrar,no hará falta.
Las mariposas jugueteaban y yo no cabía de felicidad debajo de los rayos de sol que caían llevándose mi respiración. Pero ante semejante descubrimiento ¡no hay calor que afecte a esta rola!
Sali sin mirar a nadie, con esa emoción reprimida de travesura recién realizada, aunque quería correr solo caminé tratando de disimular esas cosas que explotan dentro de uno. 
Encontré otra joyería abierta pero con las luces apagadas.Un hombre venía detrás y habló como en cámara lenta haciendo rollitos con las manos "a-bri-mos-ma-ña-na". Gra-ci-as, le contesté y seguí caminando debajo del sol, y diciéndole a un momposino que no, que no me estaba derritiendo. "Pero, cómo es posible si el calor me tiene aburrido a mí", yo le sonreí con la evidencia en la cara, la emoción me quitaba el calor.
No pasarán, dice la estatua de la indígena, en la plaza de la libertad con el convento al fondo. La libertad se me hizo amarilla, este lugar liberaba mi mente.
No pasarán; un reto para todos aquellos que quieran arrebatarle la libertad a este pueblo. Pero, ¿cómo se le quita la libertad a un pueblo hecho de sueños? Construido con el mismo material de los anhelos. Los grupos al margen de la ley, y los de la "ley" han pasado, pero parece, que a diferencia de muchas otras regiones, las cicatrices son muy pocas. Y es que no sé si sea posible destruir a Macondo, no sé si sea posible robarle el amarillo. 

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